En los últimos meses, una palabra ha resonado con fuerza en todas las cumbres, discursos y comunicados oficiales de las principales capitales del mundo: rearme. El cambio del orden internacional tras la invasión rusa de Ucrania y la creciente percepción de vulnerabilidad han acelerado un nuevo ciclo de inversión militar, especialmente en Europa. Frente a la constatación de que la paz no está garantizada, y que la seguridad colectiva requiere medios concretos para sostenerla, los gobiernos del continente han comenzado a actualizar, modernizar y redimensionar sus fuerzas armadas.
El sentimiento compartido es claro: sin unas capacidades militares sólidas, ningún Estado puede proteger su soberanía ni ejercer influencia real en un sistema internacional cada vez más competitivo. Esta necesidad se ha visto agravada por el creciente distanciamiento de Estados Unidos en su compromiso con la seguridad europea, especialmente tras el regreso de Donald Trump al poder,

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