La gran concentración de tropas rusas cerca de la frontera con Ucrania y la retórica de guerra hacen temer un nuevo conflicto bélico. Nos encontramos en uno de los momentos de mayor tensión desde el inicio del conflicto de 2014 entre el gobierno central ucraniano y las milicias separatistas del este del país, apoyadas por Moscú.
SIETE AÑOS DE CONFLICTO
Ucrania y Rusia, aparte de compartir frontera, poseen profundos lazos históricos en común, de hecho, hasta 1991, ambos formaban parte de la extinta Unión Soviética. Es más, gran parte de los habitantes del Este y el Sur de Ucrania tienen el ruso como lengua materna. Sin embargo, desde que en 2014 el presidente prorruso de Ucrania, Víktor Yanukóvich, fue depuesto tras el “Euromaidán”, una revolución social de índole europeísta, las relaciones entre ambos países (así como entre Rusia y Occidente) se deterioraron radicalmente. Tras este “traspaso de poder”, que desató la indignación de la población rusófona del país, Rusia invadió y se anexó la península ucraniana de Crimea, mientras que rebeldes prorrusos daban un golpe capturando dos regiones del Este del país, Donetsk y Lugansk, conocidas colectivamente como el Donbás, iniciando una guerra que a día de hoy sigue vigente.
Las diversas iniciativas diplomáticas llevadas a cabo para poner fin a esta guerra, como los Acuerdos de Minsk, si bien han reducido en gran medida la intensidad de los combates, no han logrado un alto al fuego duradero, convirtiendo la Guerra del Donbás en un conflicto parcialmente congelado. La elección en 2019 del actual presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, un actor de origen judío y rusoparlante que prometía poner fin al conflicto, pareció que facilitaría el proceso de paz con las autoproclamadas regiones orientales rebeldes. Sin embargo, debido a la fuerte presión de sectores nacionalistas en el país, Zelenski ha ido adoptando una postura cada vez más dura hacía Rusia.
Este conflicto no solo ha estado presente en las líneas del frente, pues también se ha extendido al mar de Azov, el cual ha sido escenario de bloqueos navales por parte de la armada rusa. Gracias a la anexión de Crimea, Rusia se ha hecho con el control del estratégico estrecho de Kerch, la única salida del mar de Azov al mar Negro. En dicho estrecho, Putin inauguró en 2018 un gran puente -el segundo más largo del mundo- para unir Crimea con la Rusia continental, consolidando así el bloqueo que asfixia a los puertos ucranianos. Asimismo, el conflicto está presente en el terreno energético, pues Rusia está ultimando un polémico gasoducto submarino que le permitirá dejar de depender de Kiev para distribuir gas a Europa y, si fuera necesario, cortarle el suministro a Ucrania.

MÁXIMA TENSIÓN MILITAR EN LA FRONTERA
En 2021 se ha producido un despliegue militar sin precedentes por parte de Moscú en la frontera ucraniana, con unos 100.000 efectivos y armamento pesado, provocando una nueva escalada entre Rusia y Ucrania que ha elevado la tensión a un nivel máximo, haciendo saltar las alarmas en Occidente sobre una inminente agresión rusa. Por otro lado, Moscú denuncia que 125.000 soldados, aproximadamente la mitad de los efectivos del ejército ucraniano, están desplazados en el este del país.

Ante este posible escenario bélico, tanto la Unión Europea como Estados Unidos han amenazado con sanciones económicas de todo tipo, aunque eso sí, descartando un apoyo militar por parte de la OTAN, alianza a la cual Ucrania ha estado tratando de adherirse -de manera intermitente- desde 2008. Los motivos de la candidatura ucraniana son claros: que estar bajo el paraguas de la alianza atlántica disuada a cualquier agresión rusa.
EL ESPACIO DE SEGURIDAD DE RUSIA
En palabras del presidente ruso, Vladimir Putin, “la caída de la Unión Soviética ha sido la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Si observamos el comportamiento de Rusia en materia de seguridad desde la desintegración de la URSS, y más concretamente, desde la llegada de Putin al poder en 1999, el Kremlin ha actuado siempre de manera reactiva a lo que ha percibido como avances de Occidente en su espacio propio o “espacio vital” (ex repúblicas soviéticas). Ejemplos de ello son los casos de Moldavia, Ucrania y Georgia, en los que Rusia ha intervenido, creando conflictos congelados y favoreciendo el surgimiento de estados -no reconocidos- a modo de coacción.
Para Moscú es vital mantener el status quo en su esfera de influencia, los países de la antigua Unión Soviética -lo que es considerado como el “extranjero próximo” por el Gobierno Ruso-. La aproximación de países de Europa Central y Oriental o del Cáucaso a la Unión Europea o a la OTAN, como es el caso de Ucrania, son percibidos por los responsables políticos de Moscú como una amenaza para su estabilidad y seguridad nacional. La Federación Rusa teme quedar marginada en el tablero geopolítico tras décadas de ser una superpotencia militar.
La ampliación de la Alianza Atlántica hacia los países bálticos -Estonia, Letonia y Lituania- fue un suceso particularmente inquietante para el Kremlin. Ello se debe al particular concepto de seguridad nacional de Rusia, marcado por el trauma de haber sufrido incursiones enemigas en su propio territorio; por parte de Polonia-Lituania en 1610, Francia napoleónica en 1812 o de la Alemania nazi en 1940, por nombrar algunas.
La ausencia de obstáculos naturales que protejan su territorio de invasiones extranjeras -obviando los montes Urales, que se encuentran más allá de sus principales núcleos poblacionales-, hace de Rusia un territorio desprotegido. Este factor geográfico indudablemente contribuye a la fijación de Moscú con sus países vecinos, a los que ve como una barrera frente Occidente. El caso particular de Ucrania tiene además un componente emocional para Rusia, pues se considera que su territorio -el Rus de Kiev- fue la cuna del pueblo ruso, por lo que no puede permitir que se aproxime a la esfera de Occidente ni de la OTAN, aunque así lo quieran sus ciudadanos. Lógicamente, este concepto de espacio de seguridad colisiona con la voluntad de sus países vecinos que, ejerciendo su soberanía, quieren elegir libremente sus alianzas militares y políticas sin tutelas ni injerencias de Moscú.
LA INVASIÓN RUSA ¿UNA AMENAZA REAL?
La inusual concentración de tropas rusas en la frontera, es inevitable que alarme a Kiev, algo que ha ido acompañado de una escalada retórica en las esferas de Occidente. Un hipotético ataque de Rusia puede descartarse, ya que, desde el inicio de su conflicto con Kiev, ni Ucrania ni la OTAN han hecho un movimiento que justifique una medida tan extrema por parte del Kremlin. La administración Biden ha mantenido una postura conciliadora respecto a Rusia, limitándose sus advertencias al terreno económico.
Asimismo, incluso en escenarios pesimistas, Putin haría uso de estrategias de diplomacia coercitiva o de guerra híbrida contra Kiev, con menor coste político y económico para el Kremlin, evitando una confrontación directa con el ejército ucraniano. En cualquier caso, Rusia recurriría a la intervención militar una vez agotadas otras medidas de coacción, y sólo en regiones con un importante apoyo de poblaciones prorrusas, condición que en la mayor parte de Ucrania -estando ya el Donbás y Crimea en poder de Moscú-, no se daría. Algunas de las medidas que podría emplear serían los cortes de suministro de gas, los ciberataques, la intensificación de los bloqueos marítimos o un mayor soporte militar a las repúblicas rebeldes, si bien es verdad que la política exterior del Kremlin nunca deja de sorprendernos.
NOTA: Los planteamientos e ideas contenidas en los artículos de análisis y opinión son responsabilidad exclusiva, en cada caso, del analista, sin que necesariamente representen las ideas de GEOPOL 21.
0 comentarios
Trackbacks/Pingbacks