El 1 de mayo anterior, la recién elegida Asamblea Legislativa de El Salvador -conformada por 84 legisladores, de los cuales 56 pertenecen al partido oficialista Nuevas Ideas (NI)- tomó la decisión de destituir a los 5 jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y a sus respectivos suplentes. Tales acciones tuvieron lugar apenas unas cuantas horas después de la ceremonia de toma de posesión de dicha Asamblea, luego de que los resultados de las elecciones de los comicios legislativos y municipales del pasado 28 de febrero, tuvieran como claro vencedor al partido comandado por el presidente Nayib Bukele.

La desintegración de la Sala de lo Constitucional estuvo acompañada además por la destitución del Fiscal General, Raúl Melara, luego de que el oficialismo pusiera en tela de duda su integridad para ejercer el cargo, al señalar que existe una afinidad por parte del funcionario con el partido de oposición Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Por medio de Twitter, Bukele emitió un comunicado en el que justificó las destituciones alegando que se tomaron en armonía con el artículo 186 de la Constitución Política, que establece lo siguiente:
“Los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia serán elegidos por la Asamblea Legislativa para un período de cinco años, y por ministerio de ley continuarán por períodos iguales, salvo que al finalizar cada uno de los períodos, la Asamblea Legislativa acordare los contrario, o fueren destituidos por causas legales.”
Este duro golpe a la independencia del poder judicial responde a una serie de discordancias entre las medidas impuestas por el Gobierno en el contexto de la pandemia del Covid-19 y los respectivos posicionamientos de la Corte Suprema, que en reiteradas ocasiones manifestó la inconstitucionalidad de las medidas adoptadas por Bukele para gestionar la pandemia, como el confinamiento obligatorio, la prohibición de ciertos trabajos, la suspensión del pago por servicios básicos y la detención de civiles que no se ajustaran a las restricciones.

Y es que las medidas impuestas por el presidente para enfrentar la pandemia lograron, en primera instancia, reducir rápidamente la transmisión del virus. Sin embargo, la ausencia de hojas de ruta para la toma de decisiones en materia económica, social y sanitaria que encuentren sustento en criterios técnicos, ha propiciado que dichas medidas estuvieran fundamentalmente impuestas de manera arbitraria, vulnerando de esta manera los derechos fundamentales de los ciudadanos. Los abusos contra privados de libertad de distintas pandillas, a quienes se les agrupó y se les confinó, son probablemente la muestra más visible de que Nayib Bukele ha utilizado la pandemia como una excusa para llevar a cabo acciones de cierto corte autoritario, debilitando aún más la ya frágil institucionalidad democrática salvadoreña.
A pesar de esto, el joven presidente, quien se presentó en la política salvadoreña como un novedoso punto de inflexión del statu quo bipartidista (FMLN-ARENA), ya había mostrado indicios de autoritarismo incluso antes de que estallara la pandemia, cuando en febrero de 2020 incursionó en el parlamento acompañado por militares y miembros de la policía visiblemente armados, para presionar a la Asamblea con el fin de que se aprobara un préstamo de $109 millones de dólares para financiar el plan de seguridad propuesto por el Ejecutivo para combatir a las pandillas.

Revistas como The Economist, organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y otras múltiples organizaciones de Derechos Humanos han encendido las alarmas en diversas ocasiones, y ya advertían desde ese momento el peligroso camino que escogió seguir el presidente, señalándolo incluso como un claro prospecto para consolidarse como “El primer dictador millenial” al repasar las mas de 2000 detenciones realizadas por violar el confinamiento obligatorio, y el consecuente encierro de 30 días al que se sometió a los detenidos. Pero el mandatario ha sabido utilizar los niveles de aprobación publica de aproximadamente 90%, y más recientemente la dirección sin contrapesos relevantes en la Asamblea Legislativa, para llevar a cabo sus políticas de mano dura y concentración de poder.
En materia de seguridad, estas políticas responden a una tendencia que ha prevalecido desde el final de la guerra civil y los posteriores acuerdos de paz de 1992. Desde entonces, y pese a lo establecido en tales acuerdos, los diferentes gobiernos de El Salvador se han enfocado en consolidar la mano dura y la militarización para hacer frente al “enemigo interno”, que anteriormente se trató de la guerrilla, y hoy de las pandillas. Después de casi tres décadas de seguir esta tendencia, los resultados hablan por sí solos: Hoy El Salvador se posiciona como uno de los países más violentos del mundo, y “las políticas represivas no sólo no han logrado disminuir la violencia, sino que han contribuido a su escalamiento y persistencia”.
Es posible observar entonces que Bukele, en la práctica, no representa precisamente un novedoso rompimiento del orden tradicional que representaba el bipartidismo en materia de seguridad o política doméstica, sino que mantiene rasgos propios de anteriores administraciones, pero añadiendo elementos como el populismo, que se alimenta, entre otras cosas, de su habilidad para utilizar las redes sociales y su capacidad de influir por medio del discurso. Pero el enfoque en el que el Estado es el principal actor y proveedor de la seguridad -dejando en un plano secundario la seguridad y los derechos del individuo como tal- se ha mantenido, y con ello se refuerza la idea de que la soberanía territorial es el principal elemento en juego, por lo que el uso excesivo de la fuerza y la criminalización de la población civil encuentra sustento en la salvaguarda de los intereses nacionales y la seguridad pública.

Dicho lo anterior, es necesario analizar el papel del impacto que tiene esta situación en la imagen internacional de El Salvador, y en la legitimidad de las acciones que lleva a cabo el presidente Nayib Bukele. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronuncio en contra de las destituciones llevadas a cabo por la Asamblea Legislativa salvadoreña, destacando con preocupación “la ausencia de las garantías del debido proceso, así como la ausencia de causas específicas, conforme lo dispone la Constitución, elementos que constituyen un grave atentado al principio de separación e independencia de poderes y al Estado democrático de derecho”.
Por parte de Estados Unidos, principal aliado del país centroamericano en materia económica y de seguridad, la Vicepresidenta Kamala Harris manifestó públicamente su preocupación, y el Secretario de Estado, Anthony Blinken, contactó directamente al presidente salvadoreño para mostrar su indignación por «socavar al más alto tribunal de El Salvador y al fiscal general Melara». Además, el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres hizo un llamado a respetar las disposiciones constitucionales, el Estado de Derecho y la división de poderes, con el fin de preservar el progreso democrático logrado por el pueblo salvadoreño desde la firma del acuerdo de paz”.

Cuando se trata de un país como El Salvador, que depende en gran medida de la cooperación internacional y de las alianzas con otros países en materia económica, la imagen y la legitimidad que proyecta un gobierno juega un papel central en la consecución de sus objetivos de desarrollo. Por lo tanto, el alarmante proceso de debilitación institucional y concentración de poder propios del proceso que conduce a una especie de dictadura que está llevando a cabo su presidente, puede minar también las esperanzas de construir acuerdos y negociaciones con el fin de abordar las problemáticas domésticas de este país de una manera exitosa, y puede terminar de destruir la frágil estabilidad social y política de un país que presenta retos enormes en materia de violencia, corrupción y democracia.
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