Arrestos masivos, un Estado de excepción perpetuo y un control total de las instituciones es lo que ha necesitado grosso modo El Salvador para reducir en apenas cinco años sus niveles de violencia. Al mismo tiempo, la popularidad del presidente Nayib Bukele se ha disparado y en América Latina muchos toman nota de su controvertido plan de seguridad con claras intenciones de emularlo.
Pocos imaginaban hace no tanto que El Salvador, uno de los países más violentos de América Latina, invertiría su situación hasta codearse con los más seguros del continente. Al menos así lo confirman los datos oficiales, que muestran un desplome de las cifras: de presentar una tasa 107 homicidios por 100.000 habitantes en 2015 a cerrar el año 2023 con una de apenas 2,4, la más baja en suelo americano sólo por detrás de Canadá.
Los resultados apuntan directamente al presidente Nayib Bukele y su famoso Plan de Control Territorial, iniciado apenas veinte días después de su toma de posesión en junio de 2019 y valorado en un inicio en 575 millones de dólares. Desde entonces el Plan se ha ido ampliando mediante distintas fases, pero recibió un impulso culminante el 27 de marzo de 2022 cuando la Asamblea Legislativa, de abrumadora mayoría oficialista, aprobó un régimen de excepción en todo el país.
Ello ha permitido al Ejecutivo implementar medidas de choque más drásticas contra las maras, entre las que se encuentran arrestos sin orden judicial, la ampliación del tiempo máximo de detenciones administrativas —pasa de 72 horas a 15 días—, la puesta en marcha de juicios colectivos que agilicen los procesos y la intervención de las telecomunicaciones. En paralelo, se han llevado a cabo reformas en el Código Penal como el aumento de las penas de cárcel; la introducción de la figura del «juez sin rostro», que imposibilita la identificación del togado a fin de evitar represalias contra su persona; la creación de varios juzgados especializados; y la polémica purga de jueces mayores de 60 años, a muchos de los cuales Bukele se refirió como «cómplices del crimen organizado». Si a todo ello le sumamos la construcción del centro penitenciario CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo), con capacidad para 40.000 reos, y la manga ancha otorgada a las Fuerzas Armadas, desplegadas en los barrios con mayor presencia criminal, el resultado habla por sí mismo: 194 homicidios en todo el país durante 2023, un 60,8 % menos que el año anterior.
UN MODELO CON MUCHOS SEGUIDORES
Es natural, pues, que en una región sacudida por una violencia crónica y cuyas poblaciones se encuentran ávidas de seguridad tras años de fórmulas fallidas, el modelo Bukele llame poderosamente la atención tanto entre las élites gobernantes como entre la ciudadanía.
Tal es el caso de Honduras, por ahora el Estado que más empeño ha puesto en imitar la fórmula salvadoreña. El país vecino despidió el año con 31 homicidios por habitante, un aumento de las extorsiones y un estado de excepción en vigor desde diciembre de 2022. Al igual que su homólogo, la presidenta Xiomara Castro buscaba con este régimen suspender la libertad de circulación y de asociación, y permitir registros y detenciones sin orden judicial en aquellos municipios con altas tasas de violencia.
Los resultados, sin embargo, están muy lejos de lo esperado. Por un lado, Honduras contabilizó 631 homicidios menos que en 2022, lo que confirma una tendencia a la baja que se retrotrae al 2021, pero al mismo tiempo la violencia se ha diseminación fuera de los focos tradicionales de Tegucigalpa y San Pedro Sula hacia zonas rurales. Además, la extorsión parece haber aumentado dos puntos en un año, lo que significa que un 11% de los hondureños fueron víctimas de este delito.
En cualquier caso, Castro no es la única dirigente que se ha dejado seducir por la terapia de choque de Bukele. En Guatemala las cuestiones securitarias fueron un tema central en campaña y el ejemplo salvadoreño fue enarbolado por dos candidatas de ideología a priori antitética: Sandra Torres, aupada por la Unidad Nacional de la Esperanza socialdemócrata, y Zury Ríos, al frente de la formación conservadora Valor. El finalmente ganador Bernardo Arévalo ha descartado por su parte declarar estados de excepción y guerras contra las pandillas.
Más allá del norte de Mesoamérica, el exministro de Seguridad de Costa Rica, Jorge Torres, fue un gran partidario de «bukelizar» el país. El verbo recién acuñado también ha salido de boca de otros ilustres en la región: Patricia Bullrich —ministra de Seguridad de Argentina—, Rodolfo Hernández —candidato a la presidencia de Colombia en las elecciones de 2022— o Rafael López Aliaga —alcalde de Lima y que en un primer momento defendió con tesón el ejemplo salvadoreño.
También entre la población se empieza a notar un apoyo cada vez más denodado hacia la figura de Bukele, erigido rápidamente como un fenómeno de masas. Esto no es casual, dado que desde 2019 El Salvador ha sabido ejercer su poder blando con maestría para capitalizar apoyos entre la opinión pública extranjera. Durante el segundo año de pandemia de COVID-19, el mandatario donó 34.000 vacunas a Honduras, cuya pésima gestión del virus condujo a una escasez de las mismas. También los hondureños, junto a los guatemaltecos, se beneficiaron de ayuda humanitaria y alimentaria enviada por El Salvador tras el caos generado por el huracán Eta, que azotó la región. Por otro lado, se ofreció trabajo a médicos nicaragüenses a los que en plena pandemia se les desproveyó de empleo por críticas al régimen de Daniel Ortega. Y, por si fuera poco, en el plano securitario ha mantenido reuniones de asesoramiento y coordinación con altos cargos de México, República Dominicana y Haití, entre otros, para sacar adelante estrategias antibandas.
UN ÉXITO DIFÍCIL DE IMITAR
Llegados a este punto, cabe preguntarse qué factores diferenciales hacen que el modelo Bukele no haya arraigado en otros países, en especial en Honduras.
En primer lugar, existe una variante geográfica insoslayable. El Salvador es un país cinco veces más pequeño que su vecino, y no digamos ya que otros Estados del tamaño de México, Colombia o Argentina. Su orografía, además, no es tan compleja como la de Perú ni su territorio alberga selvas tan densas y de tan difícil control como es la de la Amazonía en el caso de Ecuador o Brasil.
Su densidad de población también ha influido en el éxito del modelo. Con una cifra de 301 habitantes por kilómetro cuadrado, las operaciones de seguridad han sido más certeras y han tenido mucho más impacto a la hora de desarticular bandas criminales. A esto se suma el hecho de que la violencia en El Salvador se concentra en núcleos urbanos, lo que ayuda a localizar y trazar mejor las actividades de las pandillas. Aplicar un modelo semejante en, por ejemplo, Colombia es sumamente complicado si tenemos en cuenta que este país presenta una densidad de 45 habitantes por kilómetro cuadrado, grupos criminales como el ELN con mucha presencia en zonas rurales de difícil acceso, y unas fronteras muy porosas a través de las cuales las bandas pueden cruzar a Venezuela.
Un tercer factor interesante a tener en cuenta es la ubicación de cada país en cuestión. Mientras que la importancia de El Salvador como actor en el tráfico de narcóticos es pequeña, Honduras es un puesto clave en la ruta que sigue la droga desde los centros de producción en Sudamérica hasta los compradores finales en Estados Unidos. Por tanto, cuanto más relevancia tenga un país para el narcotráfico, mayor influencia ejercerá el crimen organizado sobre sus instituciones. Algo que se deja observar también en Estados productores, como Perú y Colombia, y distribuidores, como México.
Finalmente, y a pesar de su tamaño, El Salvador cuenta con el triple de policías y el doble de militares que Honduras. Mientras que el primero cuenta con 4,3 policías por cada 1.000 habitantes, el segundo apenas llega a 1,7 cuando las Naciones Unidas recomiendan al menos 2,8. Los datos del pequeño país centroamericano superan también a los de Colombia (3,1), Chile y Ecuador (2,7), Perú (3,3), México (3,1) y Guatemala (2,2).
Por todo ello, la transposición de políticas públicas exitosas es algo tentador en países donde la inseguridad es alarmante, pero su efectividad en El Salvador se debe a una casuística muy concreta que no tiene por qué desembocar en resultados similares en otros escenarios. Más bien al contrario: el producto resultante más probable de todas estas imitaciones sería una delincuencia aún más incardinada, un efecto derrame nacional —e incluso regional—, y un deterioro de las instituciones y de los derechos humanos. El modelo de Bukele, en definitiva, amerita más de una reflexión ante de llevarlo a la práctica.
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