Las maniobras militares que la armada rusa llevó a cabo a principios del pasado mes de junio en aguas caribeñas son un poderoso recordatorio del alcance de Rusia más allá de su tradicional zona de influencia.
El 12 de junio arribaron al puerto de La Habana la fragata Almirante Gorshkov y el submarino nuclear Kazan. Ambos fueron la punta de lanza de una serie de embarcaciones y aeronaves que el Ejército ruso mandó al Caribe para realizar ejercicios militares y que encontraron refugio en los muelles de Cuba y Venezuela.
Si bien no es la primera vez que buques rusos se aventuran en esta región, resulta inevitable ligar esta última incursión a los acontecimientos en la guerra de Ucrania y, más concretamente, a la autorización de la Casa Blanca para usar armas norteamericanas —excluidas, eso sí, las de largo alcance— en suelo ruso.
El propio Vladímir Putin habló, además, de «medidas asimétricas» en respuesta a este nuevo paso dado por Washington. O dicho en román paladino: si tú intervienes en mi esfera de influencia, yo también intervengo en la tuya.
Esta reciprocidad simbólica nos retrotrae a unos tiempos en los que dos superpotencias nucleares se disputaban el control, directo o indirecto, de distintas zonas del mundo. Recordemos que en América Latina, en tanto que retaguardia estratégica de Estados Unidos, la Unión Soviética buscó estrechar lazos políticos, económicos y militares con diferentes países y grupos revolucionarios, siendo la “crisis de los misiles de Cuba” el paradigma de aquella política.
Tras el paréntesis que supusieron los años noventa para Rusia, traumáticos en la medida en que su genoma económico y político se vio alterado y se laminó su condición de superpotencia, el gigante euroasiático ha actualizado su amplia panoplia de tácticas para recuperar la relevancia perdida.
Así, en 2019 ayudó a Venezuela a sortear las sanciones económicas impuestas a su sector petrolífero a través de Rosneft; varios países latinoamericanos, incluyendo a Brasil, han matizado su posición con respecto a la guerra en Ucrania por su fuerte dependencia de los fertilizantes rusos; y el pasado mes de febrero Moscú vetó sus importaciones de banano ecuatoriano tras las sospechas de que el Gobierno de Noboa estuviera enviando a Kiev armamento de origen soviético. Y ni que decir tiene su influencia mediática, donde cadenas como Russia Today o Sputnik Mundo han contribuido a propagar la cosmovisión del Kremlin por toda la región.
A pesar de todo ello, es justo reconocer que América Latina sigue siendo reacia a comprometerse en esta competición entre bloques al menos en materia militar. Ni se han construido bases militares ni se le ha dado acceso a Rusia a las propias.
Tampoco se ha autorizado el despliegue de armas estratégicas, no digamos ya de armamento nuclear, prohibido por el tratado de Tlatelolco de 1967. Todo ello no excluye el hecho de que existe una tímida cooperación militar con Moscú en lo que concierne a la importación de armas, lucha contra el narcotráfico, visitas navales y la manifestación de actitudes coercitivas hacia un Estado fronterizo, como fue el caso de Venezuela con Guyana por el Esequibo.
No debe cundir el pánico, pues no estamos ni mucho menos cerca de un enfrentamiento directo entre EE. UU. y Rusia en territorio americano; ni a la segunda le convendría abrir otro frente, ni sus aliados saldrían de esta cómoda ambigüedad en la que se mueven actualmente para enemistarse con Washington.
Pero no está de más interpretar las recientes acciones rusas en el Caribe como una declaración de intenciones: Rusia no se encuentra aislada globalmente, se siente cómoda operando en el hemisferio occidental y las consecuencias de la escalada militar en Ucrania no tienen por qué circunscribirse a suelo europeo.
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